Embrollos en la gestión, inversiones a la baja y un aumento de la competencia. La producción audiovisual es un sector caótico y en constante evolución sobre el que conviene hacer algunas reflexiones:
La primera es que, frente a la desmesurada competencia, no hay más remedio que resignarse a ver desaparecer a los pequeños productores por una simple cuestión de selección natural.
La segunda, sobre la que no podemos guardar silencio, es que los grandes grupos del sector que actúan como polos de atracción de decenas de empresas escampadas por el mundo, pronto tendrán que plantearse la fatídica pregunta de cuál es el tamaño adecuado para gestionar con eficacia la creatividad.
La tercera afecta a los creativos. Y es que, para lanzarse al negocio audiovisual, se requerirá mucho más que tener talento para fundar una empresa y disponer de visión empresarial.
La cuarta, es que debemos apoyar cada vez más a las instituciones europeas que se inclinan por empresas de tamaño más estructurado para poder competir con los estudios estadounidenses y mundiales. ¿Cómo decirlo? Llegados al final de este primer cuarto del siglo XXI, se pide a los productores de contenidos que maduren en términos de responsabilidad económica, organizativa, estratégica y creativa, condición esencial e ineludible para construir una industria audiovisual europea digna de ese nombre. No se trata de una operación sencilla, sino de vital importancia, en la cual España parte con ventaja con respecto a los demás productores europeos, gracias a ese respaldo llamado Latinoamérica, y a que se ha adelantado en el establecimiento de centros de producción considerados estratégicos para las OTT. Pero queda mucho camino por recorrer.
Lo que falta — y llegamos a la quinta reflexión— es un instrumento normativo como la ley audiovisual, que ha quedado paralizada por la agitación política en la que nos encontramos. El sector necesita normas claras y con visión de futuro, y las necesita más pronto que tarde. Diría que con urgencia.
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